viernes, abril 17, 2009

Consumo personal

3.20 de la madrugada.
Llego a mi casa. En la esquina, donde siempre estaciono el auto, y donde cada noche se juntan los pendejos que terminan de trabajar en la pizzería de enfrente, veo a la policía. Un patrullero, dos agentes treintañeros y cuatro chicos.
Entro a casa.
La negociación sucede bajo mi balcón de primer piso. Abro la puerta ventana. Entre la cortina y los cajones de madera de la verdulería, veo a los policías conversar con los "sospechosos" (todos chicos de clase media, mozos y cocineros de la pizzería-restó-cool-de-Palermo Viejo, y amigos del barrio). Pienso que el camión de que se lleva al verdulero al mercado central está por llegar. Pero el que aparece es el vecino de la casa tomada de enfrente, que aterriza a esta hora y de un chiflido como el de canto de un tero, avisa que llegó. Mira al patrullero.
Pero no escucha que el policía de la federal le dice: "Tengo que aplicar la ley de drogas". Y que los pibes le responden: "Somos de acá, no tenemos más que dos cigarrillos de marihuana. Trabajamos enfrente, no nos ves más acá si te parece mal". El agente insiste: "Los tengo que detener".
Pero de repente habla más bajo. Y pregunta cómo pueden arreglar.
Y arreglan. Veo por entre la cortina y los cajones de verdura que arreglan.
El patrullero se va con las luces apagadas y con los agentes satisfechos, desatados -como siempre- al cinturón de seguridad.
Entonces salgo al balcón. Pregunto. Me cuentan: "Estos corruptos hijos de puta nos llevaron la guita que ganamos hoy en el laburo por dos tucas".
Uno me pregunta si filmé. Imagino lo que podría haber pasado de haberlo hecho.
Después también se van los pibes. Uno, de la bronca, estalla una botella de cerveza contra el asfalto. Retumba entre las paredes de las casas de Palermo Viejo, entre las chapas de las cortinas de los talleres en penumbras.
Se van todos. A mi mente vuelve la idea del gobierno de despenalizar el consumo. Y pienso en todos los que se oponen. En sus intereses.
Después cierro la ventana. Vengo a escribir.
Escucho que el camión de la verdulería llega y toca bocina.

martes, abril 07, 2009

Pobres


No tienen agua. Ni potable ni contaminada. Van a buscar a una canilla a tres cuadras. El hecho de caminar provoca que el polvo los vaya acompañando a cada paso, cada vez que los pies explotan sobre la tierra seca. El polvo.


Ellos tampoco tienen agua. Reclaman la obra hidráulica, hasta están dispuestos a poner una parte de sus mismos millones que levantaron mansiones narcosojeras al costado de la ruta. No tienen agua potable, pero en verano tienen pileta. Llena.


Es Charata. Es Chaco. No es Colombia.


Ahora el mosquito. Explican: Bolivia y Paraguay están acá nomás. Van a comprar ropa, cosas, vuelven. Fijate: Campo Largo, Sáenz Peña, Charata. Así se dieron los casos. Así están dibujadas la ciudades en el mapa.


Cuando el mosquito los picó no se dieron cuenta. Vomitaron, se quebrantaron sus huesos. Tuvieron fiebre. Tenían hambre. Por eso se enfermaron pronto. Nadie les avisó. Por eso no se dieron cuenta.


Cuando las mucamas, los cocineros, los jornaleros, los jardineros que limpian la pileta empezaron a faltar a la mansión, afiebrados, los otros averiguaron. Tienen dengue. Nos podemos contagiar. La política escondería el pánico hasta manejar la situación. Ni ese plan le sale. Como la riqueza, la noticia desborda a la clase media. La clase media se entera y se desespera. Llama a los medios, hace un cacerolazo en la plaza principal. Un intendente radical se ríe porque le pegan a un ministro justicialista. La clase media protesta porque tiene miedo. Su voz al fin es la del pueblo. Un milagro (muy a su pesar).
* foto tomada en el barrio Norte. Charata.