miércoles, febrero 27, 2008

Las mujeres de enfrente

De atrás de la voz de Homero Simpson --gracias a la ventana abierta-- sonaba la voz ácida del Indio Solari cantando algo sobre el murmullo del público de la pizzería. Detrás del canto de Solari, lejano en la noche, lo que aparece es un llanto. Una queja larga, profunda, constante. Y de mujer.
Entonces apreto mute y cancelo la voz de la tele. Miro a las cortinas corridas que no dejaban ver afuera. El llanto persistía y ahora se hacía mucho más nítido, a pesar de la pizzería y de una ráfaga de viento que se convirtió en sonido después de pasar entre las hojas de los árboles de la cuadra. Así que me acerqué a la ventana mientras dudaba: podía venir de la calle, era lo más lógico. Tal vez alguna parejita de adolescentes se estaba peleando y se habían sentado en el umbral de la casa de repuestos de autos. Ya estaba en la ventana cuando la otra posibilidad se convirtió en certeza. El llanto llegaba desde enfrente.
Casi exactamente directo a mi ventana, en la otra vereda y en el mismo primer piso que yo, hay una casa extraña, de paredes celestes descascaradas, mucha gente (gran cantidad de bebés y otros que nacen cada año), como si fueran dos familias más los abuelos. O tres y además los tíos que vienen del interior. Es gente visiblemente pobre, no indigentes, trabajadora --los veo salir y venir-- y su gran virtud es evidentemente sobrevivir a Buenos Aires en una condición de hacinamiento importante (ya sé, irónico lector, que no son los únicos en vivir así ni lo serán por muchos años).
El llanto venía de allí.
Miré rápidamente a la puerta ventana de la derecha. Esa es la que funciona como comedor. Desde mi casa puedo ver la tele, la mesa y no mucho más. No se veía a nadie. Eso era llamativo. Las luces y la tele encendidas, pero el cuarto estaba vacío.
El llanto venía de allí. Y persisitía. Era muy apesadumbrado. Seguramente, pensé, había una pareja que se estaba disolviendo ahi dentro, en algún lugar de la casa. El llanto tenía esa melancolía, la del desastre emocional. Y era muy femenino.
Pero no había nadie. Lo que llevó mi vista a la otra ventana.
Ahí estaba ella. La encontré justo cuando se acercaron su padre y su madre. La nena lloraba. Estaba desconsolada. Y su madre, al principio tranquila, le explicaba que no era una hora razonable para que fuera a dormir a lo de su amiguita, que podía ir mañana. Pero la nena, no. El llanto era gordo. Su padre, con la debilidad clásica del hombre por la mujer, trataba de consolarla mientras la ira de la madre aumentaba.
Y parece que no fue la única mujer molesta por el quejido, apareció la abuela. Esa viejecita que casi no puede caminar, flaca como si estuviera muerta de hambre, de anteojos gordos y sin dientes. Llegó desde el balcón, donde por las tardes intenta en vano perseguir a sus nietos bebés que gatean por allí. Apareció arrastrando sus pies, con un camisón gastado, gritando como el mismísimo demonio qué carajo pasaba que no se podía dormir. Un grito que se escuchó en toda la cuadra.
Y que terminó con las lágrimas de la nena, que instantáneamente calló.
Y se metió en la cama.

sábado, febrero 23, 2008

Descubrimiento

"...y descubrió que, cuando la gente es muy pobre, siempre tiene algo para dar, y ganas de hacerlo".


De Al este del Edén. John Steinbeck

sábado, febrero 09, 2008

Hojas de menta entre los dos

Abre los ojos grandes, los entrecierra. Mira inclinando la cabeza para un costado, tal como hacen los cachorros cuando empiezan a descubrir el perverso mundo de los humanos. Pero ella mira sin inocencia, con la profundidad de las mujeres acostumbradas al calor de la selva dentro suyo. Sonríe. Siempre lo hace.
Su pelo fino cae hacia un costado de su frente. Detrás, muy detrás, el lunar que ella no sabe que tiene a centímetros de la oreja izquierda huele a cielo azul. Es pequeño y claro. Una pelusa le pasa por encima y lo hace casi imperceptible.

Ella le pide que le ponga un nombre al lunar. El ya sabría qué decir.
Debe ser el único lunar que tiene, juega, porque no tiene lunares. A él le gustaría decirle te los inventaría. Lo piensa, lo calla. Ella le exige que imagine entonces dónde estarían sus lunares y que le cuente. Acepta, con la parodia de la solemnidad.

Ella abre los ojos, los entrecierra. Mira, inclinando la cabeza hacia un costado y sonríe, mordiéndose los labios con malicia, acariciando unas hojas de menta apoyadas sobre la mesa, solitarias entre los dos.