miércoles, octubre 12, 2005

Morí sin morir

Es una catarata mental indescriptible, voraz, que te hace sentir perdido, aturdido por tu propia voz sorda. Un instante en el que las imágenes de tu vida se suceden en tu cabeza con un vértigo lisérgico. Lo que te pasa está ahí, en tu mente. Pero es ingobernable. Entonces dejás de ser tu propio dueño; te transformás en un elemental espectador del golpe de estado con el que te traiciona la cabeza.El aire deja de existir de repente. Las inhalaciones en busca de oxígeno se ha-cen cada vez más frecuentes. Aj, aj, aj, aj, aj, aj. Sale aire pero no entra nada. No hay más, por más grande que abras la boca, por más fuerza que hagas con la garganta. Empezás transpirar como un hijo de puta. Y tenés ganas de vomitar. Te preguntás qué pasa. Te estás volviendo loco, eso sentís.Y tu cuerpo te responde de manera estremecedora.Al principio son los músculos de la cara los que se duermen. Miles de hormigas que te caminan por los pómulos, los labios, en la frente y en los párpados hasta anu-larte la sensibilidad. En un instante ese calambre empieza a bajar y te atrapa el tronco, que se comprime, y también las piernas. Mientras que te ahogás, la sensación llega a los brazos. Ya ni siquiera pensás en vomitar. Llorás, sólo llorás, porque ahora creés entender qué te está pasando. El cuerpo está dormido y no tenés aire, lo que sentís es que no sentís nada. Tanto, que tus manos –también ajenas a tus órdenes-- empiezan a entumecerse; se me-ten para adentro. Y ves que los dedos se doblan como las ramas de un árbol viejo, for-zando al máximo cada una de sus articulaciones. Y también las muñecas; no hay límite, se vuelven tan adentro de sí mismas que las uñas tocan el mismo brazo. Nada te duele en tu cuerpo, tal vez lastiman las causas, ese abandono inesperado. Te estás muriendo, creés que lo sabés.

Dicen que el alma no está en ningún lugar. No sería capaz de decir dónde, pero sé que está por el tórax, muy cerca del corazón tal vez. Cuando se te va el aire, también se te muere el alma. Es un infarto. Eso es. Todo es tan rápido.

martes, julio 12, 2005

YO (no tan breve introducción al autor)

1. ¿Hablar de qué? ¿De mí? ¿Yo? ¿De mí? Linda trampa me preparé a mí mismo para el arranque. Un patadón certero al testículo del escritor: su vanidad. Es que hablo todo el tiempo de mí sin hablar: firmo mis notas en el diario donde trabajo, lleno de adjetivos inmaduros textos que cuentan cosas que ni siquiera merecen la pena y, cuando la fortuna me roza con su pelo grasoso, también las que la valen. Y es en gran parte para que me lean. Que quien apunte con sus ojos hacía allí sepa que esas líneas sólo las podría haber “creado” yo. Y no otro. Ingenuamente: estilo. No logro despegarme de mí cuando escribo y tampoco hago periodismo. Pero no puedo sentarme a escribir sobre mí. Imposible. Lo siento.
2. “Si la realidad es precisa, la memoria no lo es”, leí de Borges. Y me río solo. El tiempo se deslizó de maneras misteriosas y hoy de repente soy Periodista. ¿Cómo carajo llegué acá si en mi familia son todos contadores? Pongo un disco de Spinetta, enciendo un porro y me acuesto. Me levanto. Secuestro una Coca Cola de la heladera y la traigo conmigo a la cama. Acostado otra vez busco el techo pero no lo encuentro; están dando una película. Me veo a mí de muy pendejo. Leyendo tirado en mi cama, hundido en el medio del colchón vencido. Ahí estoy ayer, ensuciándome los dedos con la tinta del diario que hoy me paga el alquiler pero me debe algunas, atrapado en la Conozca Más (sobre todo en las Crónicas Diarias de la última página escritas por ¡Víctor Sueiro!), metido en El Gráfico, que llegaba puntual a la peluquería de mis tíos. Manoseando la Gente (la otra Gente, al menos). El tiempo pega saltos y vuelvo; ahí estoy, de mañana, alegrándome porque estar enfermo tiene dos gratas consecuencias: faltar a la escuela y que me compren la Billiken. Sigo revolviendo entre mis duendes y en esta película de colores tímidos también pasan algo de los sábados a la tarde de baby fútbol. Ganáramos o perdiéramos con mi equipo, Esperanza de Sarandí, la vuelta a casa en el auto de mi viejo mezclaba a los Beatles en cassette con el silencio propio y deliberado. Atravesaba la ciudad a bordo de un 504 imaginando la tapa de El Gráfico: el título que pondrían el martes, la foto ¿la mía o la de Chispita Montoya, que la rompió otra vez? Ahora también me pregunto dónde estará aquella carpeta hecha mi propia revista, armada de recortes de revistas de verdad. La debe de haber tirado mi vieja. Un poco más acá en el tiempo, el techo se llena menos. Pero me cruzo con la radio que la directora de la Escuela primaria 18 me pidió que hiciera, Radio Recreo, y que todavía existe (el impensado éxito le regaló un estudio de verdad que viene a reemplazar a la húmeda mapoteca donde me escondía para transmitir). No la veo, y entonces me tropiezo con mi indiferencia ante cualquier manifestación humana en una secundaria de mierda. Amonestaciones, actitudes fascistas de un colegio católico y su espacio de expresión libertina: la revista “Es-Pío” (por Pío XII), que negué con total convencimiento y un poco de ignorancia. Sólo me prestaba de fuente confidencial para los amigos que llevaban adelante la sección de chismes (“Trascendidos”, se llamaba). Pero me borré enseguida, cuando me enteré de que, a partir del enojo de un par de niñas deschavadas y ofendidas, la Rectora leía todo antes de la publicación. Bueno, es que todavía creía en mí. Distingo a mis manos divertidas en ese cielorraso invisible, inventando historias un poco tontas cuando nos tocaba Redacción en el colegio. O incluso cuando me enfrenté a un test para entrar a laburar a Musimundo. “Cuente la historia de dos personas”, pretendía. Y yo conté el fracaso del vago rico y el éxito del laburante pobre. Me tomaron. Pero creo que igual no fue por eso.Veo pasar mi figura no mucho después, perdida en medio de la vida, errándole al futuro. Y luego reconociendo la derrota ante los dos o tres (incluido un psicólogo de test vocacional) que me habían dicho “Vos tenés que ser periodista”. Así que me anoté en DeporTea. “Periodista, ok. ¿Y qué más?”, me dijo mi viejo ese día, sin sacarle los ojos a la tele. No sabía por qué quería ser periodista (creo que aún no lo sé del todo). Creí descubrir luego que para contar lo que veía. También me di cuenta de que podía hacerlo. Pero cuando dejé Tea y empecé a trabajar en el diario (casi al mismo tiempo) entendí que lo que tenía eran ganas, aunque contar con la verdad como compañera para todo esto iba a ser un poco más difícil, era sólo un arma de seducción cínica de mis profesores, utópica para llevar a la práctica.
3. Hace apenas cinco años que me dedico al periodismo y ya estoy bastante desencantado con mi profesión. Pero no con la escritura; es lo que me queda. La realidad no existe. Yo no sé si puedo ser. Pero sigo intentando. ¿Por qué? Porque soy curioso, porque me gusta observar, husmear, porque apretar un teclado es como hacer el amor y yo no puedo aspirar a más que a pretender escribir algo lindo, que me dé placer. A cambiar aunque sea un gesto de quién lo lee (si le dijera la verdad sería mejor, lo sé, pero me conformo con el gesto). Sigo también porque no hay realidad pero sí movimiento. Y porque algún día seré feliz.
4. El disco de Spinetta terminó justo cuando empiezo a distinguir al techo diáfano. Tengo hambre de chocolate. Me levanto. Prendo la computadora. Escribo. Creo que me duelen los huevos.