miércoles, diciembre 31, 2008

Añoranza de cuerpo de agua

Todo lo que añoraba era volver a ese cuerpo. Aquella noche, las luces acuáticas tornaban del azul al verde, y después al amarillo. Con movimientos tenues, protegidas en el silencio de la profundidad, sus formas veladas lo esperaron y lo abrazaron al fin con sus piernas.
Era todo lo que extrañaba. Volver allí.

lunes, diciembre 29, 2008

Primera crónica del Este

Como el espacio reservado para mis textos laborales no contempla la amplitud total de la mirada sobre Punta del Este, aquí intentaré presentarles lo que allá no puedo contar. Si se aburren avisen, y paro.


Los aeropuertos, dada su condición de no-lugar, tienen entre las cualidades que más me atraen que uno empieza a estar en el lugar de destino ya en la sala de embarque. En este caso, esa cualidad tuvo su connotación negativa: mi destino era Punta del Este, ese balneario que de uruguayo sólo tiene su ubicación geopolítica.

Como llegué temprano al Aeroparque tuve tiempo de relevar algunas cuestiones. Por ejemplo: de todos los viajes que hice (incluidos los europeos) jamás midió tan alta la densidad de población de pechos con siliconas (en las mujeres). Si a esa característica se le suma que el 90% de sus dueñas lucían en sus cabelleras una tintura casi de platino, empezaríamos a hablar de un record notable. La uniformización, de todos modos, no sólo incluyó este estilo de mujer. El estereotipo corría para casi todos: por ejemplo, las ancianas parecían todas clones de Barbara Bush (la madre del demonio): con sus saquitos claros y su pelo tieso por el spray y su collar de perlas (a propósito de las perlas, invito a todos a sospechar de cualquier mujer que las lleve como aros).

En eso pensaba mientras estaba sentado en un sobrepiso del micro que te lleva de la sala de embarque al avión. Como tardaba en arrancar, me puse a leer a Levrero, escritor uruguayo que prefería Colonia a Punta:

"También desvía mi atención el recuerdo de un sorprendente descubrimiento que realicé ayer de tarde, durante la siesta: descubrí que me desagrada profundamente el estado de relajación --especialmente cuando viene acompañado de una notable paz mental."
Antes de que arrancara tuve la posibilidad de dejar por un rato a Levrero y mirar cómo se iba llenando el ómnibus: parecía como si todo fuera ordenado deliberadamente; primero los rioplatenses, después los brasileños y brasileñas (incluidas dos modelitos, una de ellas abrazada a un cincuentón argentino con el buzo anudado a su espalda), y finalmente los europeos. En el medio, una parejita subió con su beba, de modo que cedí mi asiento entre comillas a la madre y a su hija. No me costó demasiado notar que tanto la chomba de la madre como el enterito y las medias de la beba (de meses) eran todos de esa marca Tommy Hilfigher. Igual a Mar del Plata, pensé en un momento de lucidez. Entonces me paré y quedé al lado de dos rubias platinadas vestidas como en Champs Elysees. Ya vuelto a las hojas de Levrero, una luz potente, incómoda y perfectamente dirigida a mi ojo izquierdo me impidió la lectura, y hasta me lastimó. Algo me encandilaba. Y ese algo era la chapita de la marca de la cartera de la rubia de al lado mío: Louis Vuitton.
Entonces me divertí con un jueguito: contar cuánto tiempo me duraba literalmente el sello de la marca en mi retina. Al cerrar los ojos seguí viendo esa chapa por casi un minuto y medio. No fue tan fuerte como la experiencia de mi hermano, que por mirar un eclispe, le quedó pasa siempre el medio sol que tanto disfrutó una tarde gesellina hace muchos años.
Después subí al avión y ya todo fue como siempre. Terminé a Levrero y volví a la Puna con Tizón. El vuelo es tan corto que no llegué a quedarme dormido. Aterrizamos. Todos, como siempre, nos paramos presas de la ansiedad (todos prendimos nuestros celulares antes de desabrocharnos el cinturón de seguridad). La fila estaba quieta, pero el señor gordo que estaba detrás mío no se dio cuenta, así que me empujó. Inmediatamente me pidió unas educadas disculpas, con la voz y con una palmada en mi brazo, que me permitió leer la frase impresa en su anillo plateado. Su anular me preguntaba: "¿Todo pasa?".

jueves, diciembre 18, 2008

Piedras, o balas

Recién abrí el diario El País de Madrid. Siempre voy directo, antes que nada, a ver si El Roto publicó. Y qué publicó.

El diario de hoy por suerte tenía la buena noticia de incluir uno de sus mensajes (chistes, desde luego que no son, y por algo están en la página Opinión). En su clásico estilo carbonilla, un hombre de espaldas al lector, con mil manos, lanza piedras. La leyenda, siempre breve, de El Roto, dice arriba: "En los bolsillos vacíos se forman piedras".

Y yo pienso en el gobernador Scioli y su "eficaz" idea de bajar la edad de imputabilidad, en Brian, el chico preso acusado de matar al ingeniero Barrenechea, que las maestras y todo su barrio (y su abogada, mi amiga Florencia) defienden porque saben. Pienso en mi barrio, en Sarandí, y en los pibes que fuman paco en sus esquinas. Pienso en TN alertándonos de otro asalto seguido de muerte. Veo la tapa de los diarios. Veo la catástrofe. Pienso en los pibes que conocí en la sombra del penal de Ezeiza, en sus marcas de las balas en el cuerpo, en sus zapatillas de 200 dólares. Recuerdo el hambre de los pasillos de Villa Tranquila, a diez minutos de la Rosada (el hambre de ser alguien, que se entienda).

Pienso. Recuerdo. Veo.

Por estos lugares del sur (del sur), en los bolsillos vacíos se forman piedras. Y también se forman balas. Y víctimas. Y asesinos inocentes.

Se forma, en definitiva, esta Argentina del ocaso.