lunes, noviembre 03, 2008

Voces y sombras

Uno venía del sol, a la deriva. Esa mañana incandescente los cruzó la casualidad en una esquina. El otro, más viejo, estaba parado sobre el cordón de la vereda. Sus anteojos oscuros apuntaban al semáforo.
Los dos querían cruzar. Así que atravesaron la calle juntos, del brazo. El hombre de los anteojos venía de laburar, le dijo, y de comprar unas cosas. El otro le contó que estaba paseando. Explicarle que venía del sol era descortés y paradójico.

Las cosas que había comprado el más viejo eran dos varillas de metal. Pero su trabajo era otro, restaurando libros: lo hacía de manera independiente y también como empleado de una especie de empresa que se dedica a pasarle cola a los viejos libros vencidos por el tiempo y los lectores. "Y a mí encima me encantan los libros viejos", se apuró a aclarar. "Compré las dos varillas porque mi bastón se rompe muy seguido. No lo rompen las veredas, sino la gente". Entonces el hombre de los anteojos le contó al otro que lo llevan por delante, que lo pisan y que nunca le piden perdón.

"¿Me acompañás hasta Pueyrredón y French?". El viejo le preguntó al otro que, como venía del sol, aceptó. Entonces su compañero le explicó que ya no podía comprar bastones nuevos cada vez que una chica hablando por teléfono se lo rompía en la calle. "Ahora los armo yo porque antes salían baratos pero, viste, se hace difícil comprarte seis bastones en un año si tu trabajo es restaurar libros". Y entonces explicó que la cola que se usa ahora es sintética y que ya no dura. Por eso se arreglan muchos y por eso muchos de los que se arreglan se vuelven a romper. "Claro", resumió el más joven pensando, seguramente, en el libro viejo de Steinbeck que acababa de comprar por 20 pesos y cuyo lomo se deshizo apenas le entregó el dinero al vendedor.

"Ya llegamos a French. Andá si querés, yo vivo acá, a media cuadra", anunció el señor del bastón. Pero el otro, el joven, no lo escuchaba. Estaba distraido, un poco absorto, un poco impresionado por la joven mujer que se acercaba a ellos corriendo. Llevaba un vestido largo azul, estaba bronceada, su pelo negro se arrastraba en el viento. Y sonreía. Le sonreía a ellos.

"Hola papi, qué lindo encontrarte", susurró rápidamente. El rostro del padre cambió. Una sonrisa extraña se abrió y le desacomodó sutilmente los anteojos. La abrazó a ella y con un apretón de manos se despidió de él.

Y el viejo se fue a su casa. A arreglar el bastón que lo ayuda a caminar entre las voces y las sombras cuando nadie lo agarra del brazo en una esquina. Cuando nadie lo ve, al ciego.

1 comentario:

Victoria De Masi dijo...

El sol ciega, sin bastones. Como los vestidos azules, la melenas negras y Steinbeck.


Anda apartado amiguito, no tarde tanto en subir sus líneas!