
Lo encontré sin buscarlo pero inevitablemente: era el único lugar abierto a esa hora de la madrugada en Tilcara. El aire tan helado, la sombra del cerro negro, la noche clara, todo eso de lo que me habían hablado estaba ahí y me tenía un tanto abstraído de mí mismo. Caminaba con la barbilla erguida. Pero hacía frío así que enseguida entré al lugar de las luces amarillas. No recuerdo el nombre; pero sí que sólo dos mesas estaban ocupadas, por una mezcla equitativa de franceses y tilcareños.
Con el codo sobre la barra un borracho balbuceaba bajito y miraba, como todos, al hombre que estaba sentado en un tablón largo pegado a la pared y que jamás sacaba sus ojos rasgados de la guitarra; salvo que fuera para encontrar el vaso de vino o para agradecer con una sonrisa casi impercetible los elogios como familiares.
Su manera de tocar tenía la cadencia que tiene todo en la Quebrada de Humahuaca.
Cada tanto, los chicos que estaban sentados a su derecha (serían dos o tres) llevaban el sikus a los labios y soplaban ecos ancestrales para acompañarlo. En otros momentos, el hombre de la guitarra sorprendía: Par mil, de Divididos, y Blackbird, esa mítica canción del Albúm Blanco de los Beatles. Se escuchaba la manera de rasguñar las cuerdas, cómo respiraba por la nariz, o sentía esa música lejana tanto como la suya, la nuestra, a través del trance de sus gestos. No recuerdo si entonaba con la voz esas canciones, o sí sólo emprendía el viaje a través de la melodía y eran los presentes los que lo acompañaban.
Apenas después del paso por el rock, alentó el baile improvisando dos sambas y tres chacareras. Y los tilcareños invitaron a bailar a los franceses, y la barra quedó vacía de borrachos y todo en el pequeño espacio entre las mesas pareció una orgía exótica pero sin tacto.
El hombre de la guitarra sonreía satisfecho, siempre con los ojos sobre el diapasón, como todas las veces, todos los años que volví a cruzarme con él en el bar que estuviera abierto. Mirando cómo sus dedos hacían lo de siempre, lo de cada noche, un poco por gusto, un poco porque era todo lo que él podía dar; nada menos que música.
“En la Puna cada ruido merece su atención. Yo los escucho, me inspiro y los musicalizo”, leí que dijo alguna vez.
Ricardo Vilca murió el 19 de junio en San Salvador de Jujuy, días después de ser internado.